"Morir es cosa de un segundo. Hagamos todos el sacrificio de nuestras vidas, si este sacrificio es útil, pero no seamos cobardes. Porque entonces perderemos la vida y la dignidad, que es aun peor."
Lord Byron (1788 - 1824)
El viento le rozaba la cara, pero el ni lo percibía. Estaba atento a lo que pasaba en el horizonte. Siempre tenía la misma rara sensación en el estómago antes de una batalla, una mezcla de ansiedad y temor. Detrás de él un grupo de campesinos dispuestos a pelear hasta las últimas consecuencias. Preferían morir en el campo de batalla antes que vivir como esclavos.
Todos los tripulantes estaban en sus lugares y esperaban la orden para entrar en acción. El submarino había llegado a las coordenadas y sólo restaba esperar que el satélite estuviese en posición. El canal de comunicación estaba abierto para saber cuando el momento llegara.
A lo lejos comenzó a dibujarse la silueta del enemigo. Aventajados en número y experiencia se asomaban por el horizonte. En unos minutos comenzaría el combate y muchos de sus hombres no vivirían para ver la caída del sol. Podrían avanzar para encontrarse con el enemigo, pero sabía que les convenía esperar para aprovechar los beneficios que el terreno les daba. Se dio vuelta para ver a sus compañeros. Rostros dubitativos y llenos de miedo. Nunca antes habían peleado. Nunca se habían preparado para la guerra. Ocultó su propio temor y le habló a aquellos hombres como nunca le había hablado a nadie. Sabía que la única fortaleza que tenía por sobre del enemigo era la de pelear con alma y vida defendiendo lo propio, debía recordárselos para darles fuerzas.
Una voz informó que el satélite estaba en posición. El capitán, sosteniendo una taza de café humeante entre las manos, ordenó que llevaran el submarino a la profundidad adecuada. Bebió un poco de la infusión y se quedó observando la pantalla a la espera de llegar al nivel exacto. Era la primera vez que tenía la responsabilidad de dar una orden como la que estaba por dar, pero estaba tranquilo porque durante años se había preparado para eso.
El enemigo estaba cada vez más cerca. El sol bañaba lo que pronto se convertiría en el campo de batalla y la brisa era realmente apacible. En otras circunstancias hubiese sido un día maravilloso. Levantó su espada para que los hombres se prepararan. Sostuvo en lo alto su arma unos segundos. Luego dejó caer su brazo dando la señal y él mismo encabezó el pelotón montado en su caballo. A unos metros embistieron al enemigo y comenzó a bañarse el suelo con sangre.
Con el satélite en posición y el submarino a la profundidad correcta, el capitán esperaba que dieran la orden para lanzar el ataque. Sacó un pañuelo del bolsillo y secó una gota de transpiración de su frente. Debían ser los nervios, no hacía calor dentro del submarino. Finalmente por el transmisor se escuchó la orden que llegaba del otro lado del mundo. El capitán miró fijamente al encargado del lanzamiento y le dijo que había llegado la hora. Un dedo oprimió el botón colorado y el misil abandonó el submarino para elevarse hasta la estratosfera y luego viajar miles de kilómetros hasta su destino final donde se estrellaría a pocos metros de su objetivo destruyendo todo a su alrededor.
La batalla había sido muy dura y pocos hombres habían sobrevivido. Con el brazo vendado por una herida recorrió el campamento controlando el estado de lo poco que quedaba de su ejercito. Tenía menos de la mitad de los hombres que al principio del día y estaban mal heridos. Se sentó junto al fuego a descansar sabiendo que ya no podrían aguantar más. Sabía que el próximo ataque sería el último, pues ya no tenían fuerzas para resistir a un enemigo que parecía incansable. Trató de dormir esperando que sus heridas curasen lo antes posibles para poder dar lo mejor en la última batalla. Aunque sabían que llevaban todas las de perder, continuarían peleando. Preferían morir en ése mismo instante con honor antes que vivir una vida de cobardes.
Una vez el misil estaba en camino el submarino emprendió el camino de regreso a casa. Su trabajo estaba hecho y ahora el satélite se encargaría de que el impacto fuese certero. El capitán se sentó cómodamente en su sillón con la mirada perdida en un monitor. Se preguntó si algún día los libros de historia hablarían de él. Podrían llamarlo el Paul Tibbets del Siglo XXI. Pensó en sus hijos y una lágrima se le escapó. Temía que ellos no entendieran que lo había hecho en nombre de la paz.