lunes, 28 de julio de 2014

Como Blancanieves

No puedo creer que estaban rotos. Todavía pienso en eso. Casi que no consigo pensar en otra cosa.

Me levanté temprano, como todos los días. Escogí detenidamente las ropas que iba a usar para trabajar y me fui a bañar. Me tomé mi tiempo para disfrutar del agua caliente. Cuando salí de la ducha todo el baño estaba lleno de vapor y tuve que pasar mi mano por el espejo para poder ver mi reflejo y peinarme.

La camisa limpia y bien planchada, como a mi me gusta. Un pantalón negro que usaba por primera vez, zapatos bien lustrados y medias a tono. Siempre me visto bien. Como aquellos modelos de las publicidades para gente con plata. Pienso y repienso lo que voy a usar. Tal vez lo haga para disimular lo poco gentil que la naturaleza fue conmigo. Mi lápida podría decir "Era feo, pero vestía bien".

Cogí una manzana de la heladera, la lavé y le saqué el palito. Salí a la galería y me recosté en la hamaca paraguaya, con cuidado de no arrugar mi ropa, a esperar que me buscaran.

Con el pie empujaba suavemente la pared para hamacarme mientras comía lentamente la manzana. Yo siempre estaba listo temprano y ellos nunca pasan a buscarme en horario. Pensaba en las cosas que tendría que hacer ése día en el trabajo, pero no se me cruzaba por la cabeza que estaban rotos. Sabía que estaban rotos, pero en ése momento no me importaba. Mi cerebro se ocupaba de otras cosas más importantes.

Mi corazón comenzó a palpitar mas despacio. Cada nuevo latido era más débil que el anterior. No sentí un fuerte dolor en el pecho, y el brazo izquierdo no se me adormeció como dicen que pasa cuando estás por tener un infarto. Mi corazón simplemente se quedó sin fuerzas, o sin ganas de hacer su trabajo. Tan importante trabajo.

Cuanto menos sangre bombeaba con mas fuerza yo intentaba respirar, como si eso fuese a ayudar. Como si más oxígeno en los pulmones compensase menos sangre en movimiento. Cuando dejé de sentir mi corazón tomé mucho aire llenando pulmones y estómago e intenté espirar con todas mis fuerzas para ver si eso reiniciaba los movimientos de mi corazón, pero mis fuerzas eran tan pocas que si alguien hubiese estado ahí para verme hubiese pensado que era sólo un suspiro final de resignación. No tuve unas últimas palabras que merezcan ser recordadas (ni yo me las acuerdo), pero mi último pensamiento fue "Morir comiendo una manzana, ¡me cago en Blancanieves!". Y me quedé ahí, recostado en una hamaca paraguaya que ya casi no se balanceaba, con una manzana a medio comer sobre el pecho y los calzoncillos rotos.

¿Cómo iba a saber yo que ése día era mejor ponerse unos calzoncillos sanos? Después de todo, ¿a quién iba a mostrar mis calzones ése día? ¿A la señora de la limpieza? Ni loco. No de nuevo.

¿A la secretaria? Linda piba pero está enamorada del jefe, un tipo casado que se encamó con todas las secretarias que tuvo. Cada años, cuando se cansa, cambia de secretaria y nosotros esperamos que le manden una de 80 años para ver qué hace.

No. Quien va a ver mis calzones es un viejo gordo y transpirado que trabaja en una oscura morgue apenas iluminada por un viejo tubo fluorescente que zumba y parpadea porque no consigue encender bien. En ése lugar frío y con olor a muerte, olor al que el viejo gordo y transpirado ya está acostumbrado, me quitarán mis ropas para hacerme una biopsia y ahí quedarán expuestos mis calzoncillos rotos. Podría haber usado ropa interior nueva, pero esas las guardo para otros días. Para salidas nocturnas o citas en las que creo que hay posibilidades de llegar a buen puerto. Para trabajar uso los otros. Aquellos que ya no están en condiciones de ser mostrados.

Podría haberlos donado, pero mi vieja siempre me dijo que los calzones no se donan. Se puede dar toda la ropa vieja menos los calzones y las media. Le parecía de mal gusto y prefería tirarlos a la basura.

Podrían haber terminado en la basura antes, pero todavía les quedaban un par de usadas. Y ahora un viejo gordo y transpirado mirará mi cuerpo pálido con esos calzones y reirá escupiendo sobre mí las migas de un sándwich de mortadela que le gusta comer a media mañana y me llamará "la Blancanieves de los calzones rotos".

viernes, 1 de noviembre de 2013

Una bala perdida

Todas las balas se pierden acá y las encontramos nosotros, los pobres

Fue un sábado a las 7:20 de la mañana.

Yo seguramente estaba durmiendo. ¿Vos qué hacés un sábado a esa hora? ¿Dormís, te estás levantando para ir a trabajar ó recién volvés a casa después de una noche de diversión? A ellos, en lo que parece ser un mundo paralelo al nuestro llamado Villa Zavaleta, los despertó el sonido de los disparos.

¿Cómo reaccionarías si te despertasen con disparos? Todavía sumido en la duermevela pensaría que son fuegos artificiales, pero ellos escuchan ése ruido casi todos los días y tienen el oído entrenado para no confundir esos sonidos. Sus vidas dependen de la capacidad de reconocer los disparos.

Se enfrentaban dos bandas de narcotraficantes por un kiosko de drogas y en la casa de en frente Roxana y sus hijos, recién despertados por los estruendos, permanecían en el piso esperando que aquel infierno, ése infierno cotidiano, acabase.

Una bala perdida atravesó el vidrio de la ventana de la casa e impactó en la cabeza de Kevin, el hijo de Roxana de tan sólo 9 años. Cuando su mamá lo encontró Kevin estaba debajo de la mesa respirando con dificultad e intentando, con sus pequeñas manos, aferrarse a un delgado hilo de vida que se le escapaba entre los dedos. Con su hijo en brazos salió de la casa pidiendo ayuda. Lo cargaron en el auto de un vecino para llevarlo al hospital, pero ya era tarde.

Poco antes del enfrentamiento un vecino escuchó a dos policías que estaban frente al kiosko de drogas hablar. Uno le decía al otro: "Dejalos que se maten, después buscamos los cuerpos". Pero el único cuerpo que tuvieron que buscar después de la balacera fue el de Kevin, un pobre niño cuyo única culpa era vivir frente a un lugar donde se venden drogas.

Hace poco vi un informe de CQC sobre el hecho, en el que la madre y el hermano de Kevin cuentan lo que pasó esa mañana. Lo cuentan con tanta calma y entereza que me asusta. Me asusta pensar la realidad que viven. Las terribles cosas que deben ser "normales" en ése mundo tan distante y tan cercano al nuestro. ¿Qué tiene que vivir una madre en el día a día para, sólo un mes más tarde, tener la fuerza para hablar de la muerte de su hijo sin quebrar la voz ni derramar una lágrima?