miércoles, 28 de abril de 2010

Lo positivamente contagioso

Caminaba por el centro de la ciudad en horario comercial.


La gente se apresuraba de un lado al otro porque llegaba el receso de mediodía y a esa hora todos se acuerdan que tenían cosas que hacer.


Entre el caótico tumulto apareció en sentido contrario al mío una chica que iba completamente abstraída en sus pensamientos. Su ritmo era completamente distinto al del resto. Camina con el ritmo normal de una persona, pero el apuro general hacía parecer que flotara. Nunca notó mi presencia ni la de las demás personas que la esquivaban en su carrera.


Un poco antes de pasar por mi lado se le dibujó en el rostro una sonrisa honesta. De esas sonrisas involuntarias que se nos escapan cuando a la mente nos vienen gratos recuerdos que, quizás, teníamos olvidados en un rincón.


Al ver eso bajé el ritmo, pero no me detuve por miedo a ser atropellado por una señora que llegaba tarde a pagar la factura del teléfono. Pero esa simple sonrisa me hizo sonreír.


Este sería un mundo mucho más sonriente si todos nos dejáramos contagiar por las cosas buenas en lugar de imitar las malas costumbres.


Con una sonrisa en mi cara me pregunté qué habría generado aquella sonrisa que ahora incitaba la mía. Pero después me dí cuenta que eso no importaba. Lo importante es que entre tanta locura y apuro todavía hay gente que se tome el tiempo para sonreír.

lunes, 12 de abril de 2010

Encuesta del mes

Lanzamos nuestra encuesta del mes: ¿quién maneja peor? Elija su respuesta y participe por magníficos premios.


Quienes opten por la opción más elegida se ganarán la aburrida sensación de ser uno más del montón.


Los que marquen la segunda opción más elegida se quedarán con el degradante título de pertenecer al grupo de los tibios que no piensan igual que el resto ni se revelan contra el sistema.


Los que se inclinen por lo opción menos votada se quedarán con la solitaria idea de ser un inadaptado social.


Resultados de la encuesta


Remiseros: 8 votos (66%)


Taxistas: 3 votos (25%)


Colectiveros: 1 voto (8%)

sábado, 3 de abril de 2010

Clásico de barrio

La tarde era propicia. El clima era ideal para el juego. Al rededor del campo toda la barriada se acomodaba en improvisados asientos utilizando el tronco de un viejo árbol caído, cajones de plástico o ladrillos huérfanos de una construcción vecina.


Todos los años, el primer día del mes de mayo, se jugaba el clásico del barrio. Un partido de fútbol que decidía la suerte del lugar hasta el siguiente primero de mayo. La separación del barrio en dos equipos era una mera cuestión geográfica. Los que estaban al norte de la avenida constituían el equipo rojo y aquellos al sur el azul.


El partido fue el más parejo que se pueda recordar en la larga historia del barrio. Trabado en mitad de cancha y con poco trabajo para los arqueros ya que las pocas jugadas que lograban prosperar más allá del medio campo eran cortadas por los defensores que rápidamente devolvían la pelota el enmarañado mediocampo.


Faltan 10 minutos para el final la pelota, vaya a saber uno cómo, fue a parar a los pies de Artiza, el 9 de los azules. Un delantero muy veloz y habilidoso, de esos que ninguna defensa quiere enfrentar. La parcialidad azul se puso de pie al ver que su máximo goleador llevaba la pelota y sólo quedaba un defensor entre él y el arquero. Pero claro, en el vértigo de la jugada pocos pensaron que ése defensor no era ni mas ni menos que el Oso Gómez.


Gómez era camionero y medía 1,90 de alto y lo mismo de ancho. Famoso por su juego poco amigable y por ser un incansable provocador de lesiones en los rivales.


Artiza lo conocía bien y sabía que Gómez, dado su tamaño, era lento. Tiró la pelota larga por el costado de su rival y se lanzó en carrera sabiendo que el Oso no lo iba a poder alcanzar. Pero cuando quiso esquivar el 2 de los rojos una tremenda patada descalificadora lo hizo perder el equilibrio y le provocó una lesión en el tobillo que le impedía ponerse en pie nuevamente.


Una tarjeta roja hubiese sido lo más justo, pero es sabido que los matones cuentan con cierta impunidad en estos partidos barriales. El árbitro debe imponer justicia, pero no por eso va a poner en riesgo su integridad física frente a una bestia como Gómez. La mano le temblaba al mostrarle la tarjeta amarilla.


El técnico de los azules sintió que con la lesión de Artiza perdía su única posibilidad de gol. Ahora sólo quedaba cuidar su arco hasta que terminara el partido. Miró al banco y ahí estaba el Flaco Domínguez. Repartidor de la pizzería del barrio, delgado y sin grandes habilidades para el fútbol pero con suficiente velocidad como para anticipar a los rivales. Sabía que era el primer clásico del pibe, pero lo mandó a la cancha con la orden de quedarse en el fondo defendiendo el cero en el arco, pero Domínguez tenía sus sueños de grandeza como todo el que debuta en un clásico.


La salida de Artiza no cambió mucho el desarrollo del juego. Se seguía jugando en la mitad del campo y había peligro en ninguno de los arcos.


En la última jugada del partido el Flaco notó un hueco en la defensa rival y se mandó al ataque pidiendo el pase con la mano levantada. Un compañero lo vió y le puse un pase perfecto a los pies. Domínguez se perfiló hacia el arco pero al levantar la cabeza se dió cuenta que todavía tenía que pasar por el Oso que lo esperaba casi sonriente, como si la idea de quebrarle una pierna le produjese un placer único.


Decir que Domínguez vió su vida pasar frente a sus ojos en un segundo sería una exageración, pero si es cierto que vió la jugada en la que Artiza terminó desparramado por el suelo y sintió un nudo en el pecho.


Sabía que la única oportunidad de pasar era en velocidad como su compañero había intentado minutos antes. Se preguntó por cuál de los costados sería menos dolorosa la patada del central de los Rojos. Amagó con ir para un lado, amagó con ir por el otro y finalmente sin pensarlo, como si estuviese siguiendo las ordenes de una voz superior que le dictaba qué hacer, tiró la pelota por el medio, justo entre las piernas del Oso. Gómez tuvo reflejos para cerrar las piernas, pero no la velocidad para hacerlo a tiempo y cuando quiso darse cuenta Domínguez ya estaba pasando por su lado y aunque su cerebro dió las piernas no reaccionaron a tiempo para detenerlo.


Domínguez recogió el balón a espaldas de Gómez y mirando al arquero que salía desesperado a taparle el tiro se llenó los pulmones con un aire que ya empezaba a tener aroma a triunfo. Se acomodó y acarició la pelota con la cara interna del botín al palo más lejanos. El arquero quedó desairado y la lentamente la pelota, que parecía pedir permiso, se dirigió al arco.


Picó una vez y los corazones comenzaron a detenerse. Picó una segunda vez y alguna garganta ansiosa ya empezaba a gritar el gol. Finalmente la pelota acarició mansamente el poste y se fue al saque de arco.


El árbitro marcó el final del partido y cuando quisieron empezar con la definición por penales Domínguez ya no estaba.


Pasaron los años y el Flaco nunca más jugó un clásico del primero de mayo. Casi todos en el barrio se olvidaron ya de aquel partido, de la gran jugada de Domínguez y su desafortunado final. Sin embargo en las reuniones familiares nadie quiere sentarse con el Flaco que siempre cuenta la misma historia y en cada oportunidad inventa una explicación distinta para que la jugada no terminara en gol.